lunes, 24 de octubre de 2011

la entrevista

Reportajes y Entrevistas
Las confesiones de Richard Nixon

Artículo correspondiente al número 200 (23 de mar al 05 de abr 2007)


En marzo de 1977 el británico David Frost consiguió que Richard Nixon se sentase a hablar con él frente a la cámara, con total franqueza, sin evitar tema alguno. El resultado –una serie de programas titulados "The Nixon interviews"– cumple hoy 30 años y hace poco fue editado en DVD. Se trata de un documento único, porque para desconcierto de su propio entrevistador, el ex presidente optó por lo inesperado, por primera y última vez: pedir perdón.
Por Christian Ramírez

Conseguir el entrevistado imposible es la fantasía favorita de mucho periodista, más aún de los regalones que tienen acceso a casi todo. Y, sin embargo, varios de esos sueños solo se quedan en categoría de tales. Hay gente que simplemente no habla, porque nunca lo ha hecho, o porque en su momento habló más de la cuenta.

En agosto del 74, derribado por el escándalo de Watergate, el recién renunciado Richard Nixon entraba a la perfección en esa última categoría, aunque es probable que por entonces ya supiera que la cacería de los medios por obtener su personal versión de los hechos estaba por comenzar. De hecho, el ex presidente estadounidense había tomado medidas al respecto: su representante para estos asuntos era Swifty Lazar, un agente de las estrellas, un miembro de la comunidad hollywoodense que debutó en su cargo firmando con Warner Books un contrato de dos millones de dólares por las memorias del mandatario, a solo un mes de su renuncia. De modo que el nicho del libro estaba ocupado. Pero aún quedaba la TV.

Entra en esta historia David Frost (67). El animador británico, que en los 60 había pasado de actor y presentador de variedades a serio entrevistador de actualidad, andaba tras Nixon casi desde el momento mismo de su renuncia: "Las preguntas sin respuesta sobre su presidencia estaban casi igualadas a las respecto de su personalidad", comentaría más tarde. "Sin lugar a dudas era en ese momento el entrevistado más misterioso del mundo y tal vez el que menos se prestaría a ser interrogado, pero no podía dejar de pensar que, conociéndolo, algún día tal vez estaría dispuesto a hablar". Y aparentemente lo estaba.

Los primeros intentos de negociación del británico fueron bien recibidos. El problema, como ocurre tantas veces, fue el precio. A principios de 1975, las tres cadenas más importantes (NBC, CBS y ABC) habían elevado la puja por los derechos hasta 400 mil dólares, pero Frost –que necesitaba urgentemente un golpe periodístico, después de la cancelación de sus shows en Estados Unidos y Australia– elevó la oferta hasta 600 mil por un total de cuatro programas de 90 minutos. Claro que con unas cuantas condiciones: exclusividad, salir al aire antes de la aparición del libro de memorias, total control editorial y libertad para discutir sobre Watergate.

A su vez el equipo del ex mandatario puso sus propias condiciones: la entrevista solo saldría al aire después de las elecciones presidenciales del 76 y una vez finalizadas las apelaciones de Bob Haldeman y John Ehrlichman, para no afectar ninguno de esos procesos. Las partes llegaron a acuerdo y el 9 de agosto de 1975, exactamente un año después de la salida de Richard Nixon de la Casa Blanca, David Frost se reunía con él para firmar el contrato en Casa Pacífica, la mansión del político en San Clemente, California. "Se veía confiado. Había ganado peso. No era ni la sombra del tipo que habíamos visto en los últimos meses".

Frost le pagó a Nixon 200 mil dólares de adelanto y de inmediato se lanzó a dos tareas clave: conformar un equipo de producción y asegurar la participación de canales y avisadores. Reunir a un grupo de periodistas que recopilasen toda la información, estudiaran la sicología y anticiparan las respuestas del ex presidente fue relativamente fácil comparado con los esfuerzos por vender el programa. Cierto que existía mucho interés, pero, como marca, Nixon estaba más que dañado y pronto fue claro que el británico y su gente estarían vendiendo comerciales hasta el último minuto.

Para cuando Frost se sentó por fin frente a Nixon, a fines de marzo del 77, la tarea por delante estaba clara: durante 12 días repartidos en varias semanas conversarían dos horas continuas en cámara, la ronda de entrevistas televisivas más larga a la que jamás se hubiera sometido un presidente norteamericano. El animador estaba más que advertido por académicos y amigos. Puesto en la posición del adversario, Nixon tendría todas las de ganar. No era cosa de llegar y "apretar" al personaje y, sin embargo, la primera pregunta que salió de la boca del inglés fue:

-Sr. Presidente, ¿por qué no quemó las cintas de Watergate?

EL CAMPO DE BATALLA

Al mirar 30 años después el match verbal entre Frost y Nixon –hace unos meses, el programa sobre Watergate fue editado en un DVD que se vende a través de Amazon.com– no da la impresión de estar frente a una batalla campal, pero sí en un escenario que fue cargándose lentamente de tensión hasta el punto de hacerse incontenible.

Frost siempre había sido un entrevistador pertinaz, obstinado e incluso agresivo, pero esta vez no podía adoptar su disfraz de cazador en busca de la presa. Su entrevistado resultaba alternativamente suspicaz, esquivo, derivativo, robótico y –respecto de los temas más delicados– profundamente vulnerable. Pocos rostros políticos han sido tan escrutados con tanto detalle por las cámaras y, en esta serie de entrevistas, la versión de Nixon que emerge es la de un hombre obviamente a la defensiva, pero antes que como una suerte de actor, alguien que, de tanto repasar lo dicho por él mismo en público y en privado –a través de la prensa o en las cintas privadas de la Casa Blanca– y compararlo con el registro de sus propios recuerdos, había terminado por elaborar sus respuestas como si fuesen los parlamentos de una obra. Una obra que le provocaba visible dolor físico tener que volver a representar.

El equipo se había preparado a conciencia para pasear a su entrevistado por los temas clave de su presidencia: las cintas secretas, Rusia, China, Medioriente, Camboya, los derechos civiles, la relación con Kissinger… Pero la conclusión de los primeros días era clara: muchas de las respuestas de Nixon eran evasivas, cuando no parecían derechamente preparadas. "Fuiste demasiado tolerante, Frost", le increpaba el columnista Joe Kraft, uno de los colaboradores de la producción. "Se nota que llegaste preparado a la grabación, pero por cada dos frases tuyas, Nixon se despacha respuestas de dos y tres páginas". De modo que no cabía otra posibilidad, si el británico quería integrarse al diálogo, tendría que comenzar a hacer valer su punto de vista, a opinar en cámara.

Lo que más desconcertaba al presentador era la capacidad del político para creer sus propias historias fueran estas apócrifas o no, como la de la adolescente que lo había escupido en Virginia en 1970 acusándolo de asesino ("ella era bellísima, pero en ese momento se volvió fea, la guerra tenía la culpa"). Recordando el episodio en el libro I gave them a sword, su relato sobre la trastienda de las entrevistas, Frost concluía que "Nixon no solo manipulaba las emociones para conseguir apoyo a sus políticas, sino que se manipulaba a sí mismo para aguantar, para mantener su paz interior y, en un caso extremo, su cordura". Las erost tenía cmociones. Claro que éstas tomarían un lugar central una vez que se dedicaran de lleno a discutir sobre Watergate. Como era esperable, Nixon se derrumbó. Pero casi arrastró a su entrevistador en la caída.

DERROTA SIN REDENCION

Con las dos sesiones más delicadas por delante, el método de extrema crítica del material que Frost había diseñado junto a sus colaboradores estaba haciendo agua: por un lado, el animador prestaba oídos a quienes le decían que Nixon era un luchador, que habría que atacarlo con todo; por el otro, si iba a obtener las respuestas que quería, había que establecer una narrativa, un medio por el cual el ex presidente pudiese contar por sí mismo la historia sin tener que arrancársela a tirones. La víspera de la primera conversación sobre el tema, el inglés estaba totalmente descorazonado.

La mejor chance de poder escuchar de su boca cómo se ocultó la información, de si hubo o no conspiración y actividad criminal, era ponerlo de frente a sus propias palabras, a las transcripciones de las cintas. "Nixon estuvo particularmente a la defensiva cuando discutimos sobre el dinero pagado a los involucrados en Watergate para que cerrasen su boca", comentó Frost el año pasado con motivo del lanzamiento del DVD con la sesión. Y es evidente: en la cinta, el mandatario no puede ocultar su incomodidad mientras el entrevistador comienza a leer citas textuales de los asuntos por él discutidos en las cintas. Hasta que simplemente no puede más:

-Alto, pare. Usted está haciendo algo que yo no haré durante esta transmisión, aunque tiene el derecho, pero está leyendo (mis citas) fuera de contexto, sin orden, porque yo las he leído y las conozco mejor que usted, porque yo estaba allí (sonríe). Usted las sabe mejor que cualquiera que yo conozca, se lo concedo… Pero la última cita que leyó –"acaso hay alguna alternativa con Howard Hunt"–… no leyó lo que seguía a continuación. No, no. La siguiente frase, la recuerdo tan bien: "pero con Hunt uno nunca tiene alternativa, porque a final de cuentas, todo se reduce a otorgarle clemencia". (…) Ustedes nunca leen la frase que sigue…

La puntualización anticipó lo que vendría: al día siguiente, en la segunda "sesión Watergate" Nixon bajó la guardia, o mejor dicho, rehusó volver a levantarla. Su equipo asesor, el que lo apoyaba en la redacción de sus memorias y para la entrevista, no tenía plan B. Uno de sus integrantes, la futura conductora de ABC Diane Sawyer, explicó a la gente de Frost que ni siquiera ellos sabían qué podía ocurrir a continuación. Para el inglés, todo lo que había precedido a este momento había sido un notable relato, "pero hasta ahí era solo Nixon hablando de la culpa de otros. ¿Qué había sobre él mismo, y su propia culpa?"

Frost optó por atacar la lenta reacción del mandatario en torno a los pagos ilegales efectuados por Haldeman y Ehrlichman a Howard Hunt, uno de los implicados en el escándalo: "Lo que todavía no puedo entender es por qué usted no tomó el teléfono y llamó a la policía. No hay evidencia ninguna de una reacción. En ninguna parte les dice: debemos llevar esta información directo a la justicia, o que es una conducta reprobable. En ninguna parte les dice: están despedidos".

La presión surtió efecto y el político comenzó a ceder terreno, a aceptar su propia responsabilidad e indecisión. Visto en pantalla ahora el efecto es casi magnético, y da la razón a quienes ven en Nixon dos personalidades complementarias. Aquella que está dispuesta a defender su punto hasta las últimas consecuencias y aquella que no puede resistir sus pulsiones autodestructivas. Tal como él mismo dice casi al final de la entrevista: "Creo que podría resumirlo en las palabras de aquel primer ministro inglés, Gladstone. El dijo que la primera cualidad de un premier es la de ser un buen carnicero. Hice las grandes cosas bastante bien. Me equivoqué terriblemente en lo que parecía una cosa pequeña y que acabó siendo grande, pero lo admito: no fui un buen carnicero".

Todavía quedaban un par de sesiones de grabación, pero el trabajo esencial ya estaba hecho. Nixon comentó fuera de cámara que más que entrevista, esto había sido casi como volver a vivir otra vez las mismas experiencias. El propio Frost estaba consciente de lo especial y conmovedor de todo el proceso, pero antes que todo estaba seguro de tener una extraordinaria pieza de televisión. Ahora restaba emitirla (lo que ocurrió unas semanas más tarde, el 4 de mayo del 77), esperar las críticas (fueron excelentes), recibir las felicitaciones y, a su debido tiempo, el juicio de la historia (James Reston, viejo y gran columnista, uno de los integrantes del equipo de Frost, sacará un libro sobre las entrevistas, en junio próximo). En cuanto al propio Nixon, el mejor testimonio a favor y en contra, es su notable don para la palabra. Salidas de su boca pueden funcionar tanto como cuchillo o bálsamo, como terrible mea culpa y ambigua petición de redención, una que jamás volvería a formular en términos tan directos:

"Defraudé al pueblo americano y tendré que llevar ese peso conmigo el resto de mi vida. Mi vida política está terminada. (…) Técnicamente no cometí un crimen, una ofensa punible. Pero esos son legalismos. Mi manejo de esa materia fue tan defectuoso, cometí tantos errores de juicio, los peores; errores del corazón antes que de la cabeza, como ya indiqué. Digamos que un hombre en un puesto difícil debe tener corazón, pero su cabeza siempre debe regir a su corazón".

LA CONFESION

David Frost no esperaba que Nixon se abriría de tal modo durante la discusión de su responsabilidad en el caso Watergate y él mismo tuvo que dejar sus apuntes de lado cuando el propio ex presidente lo instó a expresar su opinión sobre el escándalo. He aquí un extracto del momento cúlmine de la conversación:

Frost: ¿Nos explicará cómo se vio metido en esto, cuáles fueron los motivos? ¿Iría más allá de los errores? Las palabras no parecen suficientes para que la gente lo entienda…

Nixon: ¿En que palabras lo expresaría usted?

Frost: Oh Dios …no esperaba… Creo que hay tres cosas que me gustaría escucharle decir, que el pueblo americano quiere escuchar. Una es: tal vez hubo algo más que errores. Hubo mala conciencia, más allá de si existió crimen o no. Segundo, y lo digo sin cuestionar sus motivos: abusé de mi poder como presidente, no honré lo que encarna la oficina oval. Y tres: sometí al pueblo americano a dos años de agonía inútil y pido disculpas por ello. Sé lo difícil que puede ser, pero la gente lo necesita y a menos que usted lo diga, le va a pesar el resto de su vida.

Nixon: No ando por ahí con la idea de que fui víctima de un golpe o una conspiración. Yo mismo me derribé. Les di la espada: ellos la clavaron y la hundieron con gusto. Si yo hubiese estado en su posición, habría hecho lo mismo (…). Tuve muchas reuniones difíciles en esos días previos a la renuncia, y la más difícil, la única donde me puse a llorar –la primera vez que lo hacía de verdad, desde la muerte de Eisenhower– fue al momento de reunirme con mi círculo íntimo, media hora antes de aparecer por televisión. Durante 25 minutos nos sentamos, nos reímos. Era gente con la que yo llegué al Congreso, demócratas y republicanos, mitad y mitad, hombres maravillosos. Al final de la junta, tras darles las gracias por el apoyo en esos años difíciles, por lo que hicieron… la mitad de la gente en esa habitación estaba llorando… y no pude soportarlo. Me quebré. Lloré y entonces lo dije: "Lo siento, espero no haberlos defraudado". Y en cuanto lo pronuncié, lo dije todo. Lo hice. Defraudé a mis amigos, al país, a nuestro sistema de gobierno. Los sueños de toda esa gente joven que le da duro al gobierno, porque piensa que es corrupto. Más aún: perdí la oportunidad de tener dos años y medio para perseguir proyectos y programas, para construir una paz perdurable.

CHILE, ALLENDE Y PINOCHET

Entre la multitud de temas por los que Frost paseó a Nixon, la muerte de Salvador Allende y el golpe militar en Chile, pusieron al ex presidente en una ambivalente postura: " Si la dictadura de derecha no está exportando su revolución, si no está interfiriendo con sus vecinos, si no toma acción en nuestra contra, no representa para nosotros un problema de seguridad. Es un asunto de derechos humanos. Una dictadura de izquierda puede exportar su subversión a otros países. Y eso se mezcla con nuestros intereses". A lo que Frost respondió: "Pero lo que Chile tiene hoy con Pinochet es una dictadura de derecha. Lo que había con Allende era una democracia de izquierda o marxista. Nunca fue una dictadura".

Nixon: Entiéndame…

Frost: ¿Lo era o no?

Nixon: No. No estoy de acuerdo con lo que está diciendo… Yo….

Frost: ¿Pero era o no una dictadura?

Nixon: Usted dice que no lo era, pero mi punto es que Allende era un hombre bastante sutil y muy inteligente…

EL ENTREVISTADOR

Los diálogos con Richard Nixon acabaron por ganarle a sir David Frost la reputación del "entrevistador más famoso del mundo", pese a que buena parte de su fama inicial provenía de los programas satíricos de actualidad grabados para la BBC durante los años 60. No deja de ser curioso que alguien que empezó como cómico de cabaret sea hoy la única persona que ha entrevistado a los últimos siete presidentes norteamericanos y seis primer ministros de Inglaterra. El otro detalle es que el tipo, aunque no muy querido por algunos, sabe negociar muy bien: después de doce años con su programa dominical en la BBC, en noviembre del año pasado comenzó las emisiones de Frost over the world, especiales semanales emitidos por la señal en inglés de Al Jazeera.

LA OBRA DE TEATRO

Casi coincidiendo con los 30 años de las entrevistas, el guionista Peter Morgan (recientemente nominado al Oscar por The Queen) debutó como dramaturgo con el montaje Frost/Nixon, y en el que Michael Sheen se hace cargo del entrevistador y Frank Langella del entrevistado. Estrenada con buenas críticas en agosto de 2006, en Londres, la obra llegará a Broadway en las próximas semanas y eventualmente al cine, ya que Ron Howard (El código Da Vinci) compró los derechos para la pantalla.


Frost

David Frost entrevista a Richard Nixon

por Carla Toscano

Hace casi 32 años David Frost, un periodista británico buscando redimirse ante el público americano, entrevistó por 12 días (no consecutivos) a Richard Nixon, expresidente estadounidense que a su vez buscaba ser absuelto de sus pecados mientras buscaba un segundo mandato en el poder. Los riesgos eran grandes para los dos, pues Frost no consiguió un patrocinador y por lo tanto tuvo que financiar y distribuír las entrevistas a nivel nacional por su cuenta; por su parte, Nixon podría cavar su tumba aún más profundamente.
Después de una adaptación teatral, el encuentro se recrea ahora en cine, con Martin Sheen como Frost y Frank Langella como Nixon. El valor de esta película, sin embargo, no es rememorar un evento trascendente como lo fueron esta serie de entrevistas, pues para hacer eso únicamente hay que buscar las cintas y volver a verlas. El peso de esta película recae, entonces, en el proceso que lleva hacer una entrevista, y en observar cómo tanto el entrevistador como el entrevistado tienen agendas particulares que tratan de imponer respectivamente, y la preparación que lleva el hacer algo de esta magnitud. El único motivo por el que Nixon aceptó ser entrevistado por Frost es porque, además de que le iban a pagar US$600,000, sus asesores consideraban al entrevistador como alguien que no podía hacerle mucho daño a la imagen del expresidente, y era su oportunidad para que el público se ablandara por fin hacia él. Sus asunciones se basaban en la entrevista que Frost le había hecho en 1968 a Nixon, que fue prácticamente propaganda, y en la carrera que iba cada vez más en picada del periodista.
Frost, por supuesto, buscaba obtener el respeto periodístico que sentía merecer, y las entrevistas que acabaron sumando casi 29 horas en total fueron transmitidas en cuatro programas de 90 minutos cada uno en mayo del 77, y atrayendo a una audiencia del mismo tamaño que la del programa más visto ese año, Happy Days (en donde, irónicamente, actuaba el director de esta película, Ron Howard).
Lo que más me llevo de esta película es la dificultad que involucra hacer una entrevista. Este caso es algo extremo, por supuesto, pero cualquier entrevista debe de llevar una gran investigación como trasfondo, además de que el entrevistador debe saber qué preguntas hacer y saber adaptarse a los momentos, pues siempre va a haber algo inesperado. Y cuando ya todo se ha hecho, al final sólo queda rememorar.

domingo, 16 de octubre de 2011

scapegoat strategy

Charles Krauthammer
Charles Krauthammer
Opinion Writer

The scapegoat strategy

What do you do if you can't run on your record — on 9 percent unemployment, stagnant growth and ruinous deficits as far as the eye can see? How to run when you are asked whether Americans are better off than they were four years ago and you are compelled to answer no?

Play the outsider. Declare yourself the underdog. Denounce Washington as if the electorate hasn't noticed that you've been in charge of it for nearly three years.

Charles Krauthammer

Krauthammer writes a politics column that runs on Fridays.

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The former House speaker doesn't like people who "trash the place."

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But above all: Find villains.

President Obama first tried finding excuses, blaming America's dismal condition on Japanese supply-chain interruptions, the Arab Spring, European debt and various acts of God.

Didn't work. Sounds plaintive, defensive. Lacks fight, which is what Obama's base lusts for above all.

Hence Obama's new strategy: Don't whine, blame. Attack. Indict. Accuse. Who? The rich — and their Republican protectors — for wrecking America.

In Obama's telling, it's the refusal of the rich to "pay their fair share" that jeopardizes Medicare. If millionaires don't pony up, schools will crumble. Oil-drilling tax breaks are costing teachers their jobs. Corporate loopholes will gut medical research.

It's crude. It's Manichaean. And the left loves it. As a matter of math and logic, however, it's ridiculous. Obama's most coveted tax hike — an extra 3 to 4.6 percent for millionaires and billionaires (weirdly defined as individuals making more than $200,000) — would have reduced last year's deficit (at the very most) from $1.29 trillion to $1.21 trillion. Nearly a rounding error. The oil-drilling breaks cover less than half a day's federal spending. You could collect Obama's favorite tax loophole — depreciation for corporate jets — for 100 years and it wouldn't cover one month of Medicare, whose insolvency is a function of increased longevity, expensive new technology and wasteful defensive medicine caused by an insane malpractice system.

After three years, Obama's self-proclaimed transformative social policies have yielded a desperately weak economy. What to do? Take the low road: Plutocrats are bleeding the country, and I shall rescue you from them.

Problem is, this kind of populist demagoguery is more than intellectually dishonest. It's dangerous. Obama is opening a Pandora's box. Popular resentment, easily stoked, is less easily controlled, especially when the basest of instincts are granted legitimacy by the nation's leader.

Exhibit A. On Tuesday, the Democratic-controlled Senate passed punitive legislation over China's currency. If not stopped by House Speaker John Boehner, it might have led to a trade war — a 21st-century Smoot-Hawley. Obama knows this. He has shown no appetite for a reckless tariff war. But he set the tone. Once you start hunting for villains, they can be found anywhere, particularly if they are conveniently foreign.

Exhibit B. Democratic Sen. Dick Durbin rails against Bank of America for announcing a $5-a-month debit card fee. Obama echoes the opprobrium with fine denunciations of banks and their hidden fees — except that this $5 fee is not hidden. It's perfectly transparent.

Yet here is a leading Democratic senator advocating a run on a major (and troubled) bank — after two presidents and two Congresses sunk billions of taxpayer dollars to save failing banks. Not because they were deserving or virtuous but because they are necessary. Without banks, there is no lending. Without lending, there is no business. Without business, there are no jobs.

Exhibit C. To the villainy-of-the-rich theme emanating from Washington, a child is born: Occupy Wall Street. Starbucks-sipping, Levi's-clad, iPhone-clutching protesters denounce corporate America even as they weep for Steve Jobs, corporate titan, billionaire eight times over.

These indignant indolents saddled with their $50,000 student loans and English degrees have decided that their lack of gainful employment is rooted in the malice of the millionaires on whose homes they are now marching — to the applause of Democrats suffering acute Tea Party envy and now salivating at the energy these big-government anarchists will presumably give their cause.

Except that the real Tea Party actually had a program — less government, less regulation, less taxation, less debt. What's the Occupy Wall Street program? Eat the rich.

And then what? Haven't gotten that far.

No postprandial plans. But no matter. After all, this is not about programs or policies. This is about scapegoating, a failed administration trying to save itself by blaming our troubles — and its failures — on class enemies, turning general discontent into rage against a malign few.

From the Senate to the streets, it's working. Obama is too intelligent not to know what he started. But so long as it gives him a shot at reelection, he shows no sign of caring.

letters@charleskrauthammer.com

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jueves, 6 de octubre de 2011

Lula Soros y Humala

Lula, Soros, Ollanta Humala

Folha de Sao Paulo (Brasil)
Sao Paulo, 9 junio 2011
Por Clovis Rossi

En medio de la campaña electoral de 2002 en  Brasil, tropecé con George Soros, el megainvestidor (o especulador, al gusto del consumidor), en una cena ofrecida por el Council on Foreign Relations para los participantes de un seminario en que ambos estábamos.

Soros, como es de su costumbre, fue crudo en su evaluación sobre el pleito brasileño: \"O es Serra o el caos\" (Sierra, claro, era José Serra, el adversario principal de Luiz Inácio Lula da Silva).

De hecho, los mercados, que abominaban de Lula, líder en las encuestas, apostaban contra Brasil: el dólar subía, la Bolsa caía, el riesgo-país subía y por ahí iba.

Tolo e ingenuo aún me di el trabajo de preguntar a Soros si no era antidemocrático ese tipo de comportamiento de los dichos mercados. Coincidió en que era más filosofó: como en la Roma antigua, votan los patrícios (que serían, en el caso, los agentes de mercado).

Como en las democracias modernas vota también el pueblo, Lula acabó elegido. Pero la presión de los mercados condicionó el nuevo gobierno: Lula se vio obligado gracias a nombrar para el Banco Céntral a un diputado electo exactamente por el partido de Serra (Henrique Meirelles), indicó para conducir la economía un ex-trotskista convertido ferozmente al libre-mercado (Antonio Palocci) y adoptó una política económica conservadora para calmar los mercados.

El encuentro con Soros me viene a la memoria, nueve años después, porque la historia está repitiéndose con el virtual presidente electo del Perú, Ollanta Humala. Fue nada más apuntar su victoria para que el dólar subiera, la Bolsa peruana tuviera que interrumpir la sesión cuando la caída ya era de un obsceno 12,5% y hasta en la Bolsa de Santiago de Chile, se despeñaban las acciones de empresas chilenas que operan en Perú.

Simultáneamente, se incrementaba la presión para que Ollanta indique sus "Paloccis y Meirelles" para Economía y Banco Céntral. Humberto Speziani, presidente de la Confiep (la confederação de las industrias), no tuvo el más pequeño pudor hasta en indicar el nombre que prefiere para el BC: Julio Velarde, que viene a ser el actual presidente del Banco Céntrico, corresponsable, por lo tanto, de una política económica pro-mercado.

ES bueno que se diga que esa política, dedes el punto de vista del crecimiento, resultó hasta más correcta que la que Lula acabó adoptando en Brasil: mientras que en los ocho años del lulismo, el crecimiento medio anual fue del 4%, en los cinco años del actual presidente peruano, Alan García, el crecimiento medio fue casi el doble (7,1%).

No obstante, prevalece el carácter antidemocrático del cerco de los mercados a los electos: por mucho que el país haya crecido, una encusta hecha el mes pasado por la Universidad Católica mostró que solo 22% de los investigados creían que la política económica debería ser mantenida por el gobierno que saldría de las urnas de domingo, relató New York Equipos". Añadió un comentario de Steven Levitsky, profesor de gobierno de la mitológica Harvard University que este año está lecionando en Lima: \"Dato el \'boom\' económico, el hecho de que uno de cada cinco peruanos no quiere mantener el status quo es extraordinario\".

Nada impide que Humala emule a Lula, gire para el conservadorismo y, aun así, lo haga bien como lo hizo el brasileño.

Pero también nada garantiza que consiga la estabilidad que Lula obtuvo, gracias a sus méritos y también a su conversión.